“Tamo a la bolsa”
Idea central
El trabajo nace de una mirada a la cotidianeidad de elementos tan comunes que aparecen invisibles frente al inconsciente colectivo. El ejemplo concreto es una Bolsa Plástica, estos residuos, que rompen a cabalidad las normas de cada espacio, no le piden autorización a nadie, no se visten de ninguna manera especial, no se cuestionan, no son victimas del dolor, solamente aparecen invisibles en los espacios menos esperados. Son elementos ignorados. Las bolsas plásticas, cuando notamos su presencia, nos deleitan o nos causan reticencia.
Desde esta premisa, se recrea una personificación del pasar de una bolsa por una calle cualquiera dominada por autos, señales, personas y movimiento:
“Dos aromas de caramelo cacao pasaron soplados en las micros que corren por Paicaví.
Yo me quedé soplado, luego de la velada insana que me tocó las crestas y me dejó ahogándome en la orilla.
Después, sólo necesité una suit de cello, una calle vacía, cuatro esquinas grandes atravesadas por luz de calle, cuatro esquinas frías, manoseadas y a veces mojadas,
además de un cuerpo flagelado de amor...
Ojala el azar me llevara a verte mañana y tenerte por más de dos minutos.
Ya no quiero relaciones de instantes fugaces reflejados en miradas llenas de añoro que se confunden en la melancolía del éter académico laboral temporal.
Ya no quiero miradas melancólicas confundidas por el añoro de aromas chocolatados.
Tamo, tamo invisible. Deja de romperme el corazón que no puedo parar de amarte. Tamo, tamo invisible.
Ayer, llamé y estaba acostada. No pensó que viajé dos horas para encontrarla. En fin, que se cuide y repare su calle, yo ya me bajé de la micro. Ayer era la última parada.
Tamo, tamo invisible. Deja de romperme el corazón que no puedo parar de amarte. Deja que me baje. Tamo, tamo invisible.
Tamo, tamo invisible. Deja de romperme el corazón que no puedo parar de amarte. Deja que me baje. Deja que me quede en mis cuatro esquinas frías para encontrar otros olores. Tamo, tamo invisible.”
Roberto Roa
Medusa de viento
Todos los días del invierno pasado después de clases o ensayo en la escuela, me iba caminando para mi casa. Me tomaba unos 25 minutos que a veces se transformaban en 30 o 40 o 20. Todo dependía de lo que me sucediera durante el día en ese lugar de emociones palpables.
Caminaba yo mirando como si esa calle “Paicaví” fuese una especie de televisión. Y a eso de las 9 siempre había un capítulo diferente de la telenovela que yo veía día a día:
La actriz principal aparecía majestuosa por el aire, se codeaba con las estrellas y las nubes, flotaba como una medusa avanzando por los espacios que se derretían por verla deslizarse, era tan frágil que ni siquiera la veían pasar, era invisible a los ojos de los mortales indiferemuertos. Siempre me seducía con su “mírame y no me toques”, nada podía destronarla. Iba así la historia:
Ella tenía amplia morada bajo el éter, como todos los demás. En la morada que era concreta, pública, minada y promiscua los indiferemuertos sin confesar se arrollaban entre sí arrastrando con su prisa y arrogancia todo lo que quedara cerca de su paso. La fuerza de todos ellos la invitaba a sumarse al flujo, a pertenecer y moverse al unísono donde sea que ellos fueran.
Aún intuyendo la verdad se sumó a la marcha perniciosa. Sin creer que el transito la pudiera despedazar, decidió irse con la manada de indiferemuertos que se abatían como mastodontes mecánicos. Avanzó cien cuadras de las que se miden corriendo. Agotada, sentía que se desvanecía como la sal en la tierra, pero no, ella no era una bolsa hecha de sal sino de plástico y finalmente terminó pisoteada y rota en el círculo de llantas quemadoras en que se había metido.
Entonces sólo bastó un momento y una silenciomirada cómplice de su amigo don Diario el Sur para que entendiera que las manadas inermes no existen y se deshizo en llanto aclarador.
Otro momento. Dejó de llover y un pié la dejó estampada junto a una pared de guardia. Había allí dos boletos de tren hacia Barrio Donde, una familia de hojas de acacia y un resto de vestido rojo. Ella, los boletos, las hojas y la tela carmesí unieron soledades y no estuvieron solos. Pasaron la noche absorbiendo cerveza de una lata roja que estaba a la mitad. A la medusa de viento le bastó medio sorbo para caer en el círculo de brisa inconsciente. Todos cayeron, uno a uno fueron creando una figura borrosa de amor perdido. Ninguno quería salir de ese estado. “Es más fácil no saber. La ignorancia es dicha”, dijo el boleto más viejo. “Yo llevo aquí harto rato, y no me vienen con cuentos”.
Ninguno de los apresados quería liberarse de sus vueltas confundidas, la indecisión los asediaba interminablemente. Sin embargo, la majestuosa medusa urbana retomaba inconscientemente su color de vida. El vientaire la desnudaba de las heridas y la vestía con seda nueva de color real.
Desde lejos, alumbró un poste que la despertó con su luz que adornaba las sombras de los árboles. Ella se lanzó apresurada hacia el límite de la vereda y la pared para agradecer. El poste, erguido y refulgente, le dijo: “Pas give up”. Y ella sonrío inocente, sin que su ser descifrara aquel significante; pero su corazón ahora maduro cobijó el sonido y entendió.
Roberto Roa